AAA A rara
AA A A
218 LOS ÁNGELES DEL ARROYO
—¿Y es verdad?
—Sí, señora. Yo dí a Colás dos monedas de cinco du-
ros para que pudiera comprar alguna ropita a Marieta,
para presentársela a usted en mi casa si hubiesen acudido
a mi cita.
—¿Y qué ha dicho usted al escribano?
—La verdad. Que, en efecto, recompensé con cincuen-
ta pesetas a un muchacho llamado Colás que me había
prestado un servicio. Y como éste era el único motivo de
su visita, se retiró para contestar hoy mismo al juez de
Alcalá.
—¿Es decir, que tenemos seguro a Colás?
—Sí, señora.
—¿Y qué cree usted que debe hacerse?
—Justamente he venido a ver a usted, primero por
darla esa noticia, que siempre es una esperanza.
—¡Oh, sí! Pero esa niña...
—¡Quél
—¿Dónde ha quedado? ¿Quién cuida de ella, Dios mío?
—Eso es lo que precisa averiguar.
—¿Y cómo?
—Pues fácilmente. Yendo yo a Alcalá.
—¡Ah, Eduardo! ¡Cuánto tendré que agradecerle! —
exclamó Dorotea, estrechando entre sus manos una de
Eduardo.
—Señora... yo tengo también interés en ello. Fuí
cruel, fuí inhumano con ese ángel y quisiera reparar mi
falta. Descubrir el paradero de Marieta, es para mí un
deber sagrado, como descubrir también el de la pobre
Aurora. Ya sabe usted que hace ocho o diez días que no