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20 LOS ÁNGELES DEL ARROYO
le cabe en el pecho, y además está auxiliado de otros gol-
fos que apadrinaron la niña, y él la crió como si hubiera
sido una hermanita sin madre. La quiere con delirio y el
pobre chico habrá temido separarse de la niña, que se la
quiten, como parece regular, tratándose de la hija de una
señora de alta posición dispuesta a reconocerla. Y he ahí,
creo yo, el motivo de su fuga. Madrid ¡es ha parecido es-
trecho para ocultarla, y se han marchado a la ventura, o
no sé si, con algún propósito preconcebido, se habrán di-
rigido a ese pueblo que no conozco ni he oído nombrar
en mi vida.
—Es una aldehuela de pocas casas, pero con un térmi-
no bastante grande, habitado por ricos hacendados.
—¿La Juncosa se llama?
—Sí, señor; es una pequeña población industrial que en
general, se ocupa en la construcción de capachos de jun-
co y de mimbre, y en la labor de terrenos bastante férti-
les, como pocos de Castilla la Nueva.
—¿Hay buen camino de Torrejón de Ardoz a la aldea?
—Ninguno, propiamente dicho; sendas nada más; pero
yendo de aquí en ferrocarril hasta Torrejón, y de allí a La
Juncosa a caballo, hay la tercera parte de distancia que de
Alcalá a la aldea.
-—De modo que si salieron esos muchachos anteanoche
de aquí...
—Yo no sé si caminarían de noche; pero ellos parecen
emprendedores e incansables, y es posible que no le hayan
temido al trío ni al cansancio; porque después de todo,
son dos leguas de canino desde Torrejón al pueblecillo,
y a esa edad se anda en dos horas esa distancia,
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