LOS ÁNGELES DEL ARROYO
Ya sabe usted que a pesar del auxilio que prestó usted
a mi pobre padre cuando su quiebra, su crédito quedó tan
quebrantado, que sólo pudo pagar a sus acreedores; y
murió teniendo a usted por única acreedora, como yo me
considero aún, y me alegro de saber su residencia para
cumplir con usted como debo.
—¡Oht!, déjate de eso, Eduardo, Yo no presté los diez
mil duros a tu padre. Se los regalé a tu madre, y con ellos
pudo salvar la honra de su marido, aunque no su vida,
puesto que murió de una aneurisma rota de resultas de
sus disgustos.
—Así fué, doña Eulalia. Yo me quedé arruinado, y
como debía sostener a mi madre y además amaba ya a
esa joven, resolví marchar a América en busca de una for-
tuna. De eso no puede usted estar enterada, porque hace
de ello sólo ocho años; y muchos más que usted desapa-
reció de Madrid.
—3Í... Hace más de doce... Después de perder a mi
hijo y a mi marido, me retiré aquí. Pero continúa, con-
tinúa...
—Marché, como digo, a América con cartas de reco-
mendación del embajador inglés para un hacendado de
Jamaica, un señor Letamendi que, hallándose ya viejo y
achacoso, deseaba encontrar a un joven a quien nombrar
administrador general, y cuya adquisición había encomen-
dado a su amigo el embajador señor Walter Hugdson, a
quien conoció siendo este gobernador de Jamaica.