18 LOS ANGELES DEL ARROYO
—No, no se altere usted... Ya ve usted... Ya ve usted... 4
que yo estoy tranquila.
—¡Oh! ¿Tranquila y está usted temblando, mi querida
Dorotea? A ver... un criado... una doncella... y
—No se moleste..., no... 1
—Está usted convulsa.
—La cosa no es para menos—observó otra señora—.
En medio de una «soirée» presentarse semejantes arrapie-
zos, es como hallar una mosca en un plato de «chantilly». |
—Pero ¿quién habrá tenido esa humorada?... —decía un
joven a otro. '
—;¡Anda! ¡Humorada!... Aquí hay algo más. ]
—¿Qué crees?
—¡Qué sé yo!... pero alguno ha introducido en los sa-
lones a esos arrapiezos y por algo,
—¿Yidónde están? ]
—Ya han desaparecido.
—¡Bah! Lo que sea... Dios lo sabe. ¡Ea! A bailar. Tocan
un vals y yo voy por mi pareja, querido.
—Y yo por la mía.
—Marquesa, debe usted retirarse—decía una señora.
—Sí, sí, marquesa, retírese usted...—añadían otras.
—¿Quiere usted que la acompañe?
—Gracias, duque... Voy a tomar unas gotas de azahar,
porque estoy un poco nerviosa. Ya volveré, sí, volveré...
Y Dorotea se dirigió lánguidamente apoyada en el )
brazo del duque de la Sonora, hasta la puerta que comu-
nicaba con las habitaciones interiores de su hotel,
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