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LOS ANGELES DEL ARROYO
bien tenga ofrecerle para que pueda desahogadamente
realizar sus aspiraciones de felicidad.
—Se lo prometo, Nora. Pero en cambio, usted va a
prometerme otra cosa.
— ¿Qué?
—Desistir de esa actitud que hace tiempo adoptó co::-
tigo y devolverme aquella dulce confianza que manites-
taba usted al principio.
—No comprendo—contestó Nora con el rostro encen-
dido y la respiración alterada.
—Sea yo, Nora, otra vez para usted, Eduardo, el ami-
go sincero que la ama como puede amarse a usted; cor:
todo el respeto que inspira un alma virginal y pura como
la suya.
. Nora me tendió la mano diciéndome:
—Sea... Amigos... Amigos siempre. ¿No es verdad,
Eduardo?
Y sus ojos se llenaron de lágrimas y sus labios tem-
blaron con una sonrisa dolorosa, que contradecía aquellas
lagrimas que titilaban en sus negras pestañas como gotas
de rocío en las puntas de las ramas de una palmera.
Y pasó un año más.
Nadie, ni yo mismo, hubiera podido sospechar lo que
existía en el corazón de la virgen bajo aquella apariencia
Serena, inalterable.
Nora, naturalmente, dada su edad, ya más avanzada
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