LOS ÁNGELES DEL ARROYO
e impura, la imagen de aquella mujer vivía eternamente
en mi memoria, como fotografiada en mi retina. No veía
más que a ella cada minuto, cada instante de mi vida.
Nora quiso detenerme; pero me sobrepuse a sus de-
seos insensatos de prescindir de la ciencia, y partí, acom-
pañado de Thom, para Kingston, en busca del doctor
Vanderliks, un hombre con fama universal de sabio y es-
pecialista en afecciones cardíacas.
Tan pronto como supo de quien se trataba, él, que
había sido amigo del señor Letamendi, a quien asistió en
sus últimos tiempos de enfermedad, hizo enganchar su ca-
rruaje, puso en él su botiquín y partimos para «La Niqui-
Cia» juntos, y Thom en la canastilla,
El doctor Vanderliks me preguntó, durante el corto
Viaje de Kingston a la «Niquicia» algunos antecedentes
| de Nora.
Yo no podía revelarle la verdad sin rebajamiento para
la enamorada joven.
Sabía por haberlo notado muchas veces, que las mu-
Chachas enamoradas y contrariadas de cualquier modo en
Sus amores se desmejoran durante la época de las contra»
tledades y reverdecen, como las plantas, cuando se casan
y desaparecen los obstáculos.
Otro tanto esperaba yo que sucediese con Nora.
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