LOS ANGELES DEL ARROYO 351
acento la mayor suavidad posible para no ofender a su
protectora, y la dijo:
—¿Cree usted, señora, que yo puedo perdonarle jamás?
—¿Y por qué no, Aurora? La ofensa fué grave, sin
duda, pero la reparación es posible...
—¡Una reparación! ¿Y quién se la pide? Se repara una
honra del único modo que puede repararse. Pero yo con-
servo la mía inmaculada, y no necesito esa reparación que
propone. Lo que no se repara jamás son las ofensas he-
chas a la dignidad y al decoro, y él me ha ofendido en
todo cuanto a una mujer puede ofenderse: desde la sos-
pecha indigna hasta la preterición; desde el espionaje has-
ts la afrenta. No le ha faltado más que poner la mano en
mi mejilla, pero ha hecho más: la ha manchado con su
baba. Comprendo el tiro, la puñalada del celoso, del ira-
Cundo, del vengativo; pero no el salivazo del rufián.
— Aurora, considere usted que un hombre fuera de sí...
—Mata, señora, pero no injuria de manera tan vi-
llana,
—Sin embargo, él se muestra arrepentido, humillado...
—¡Oh! Ese arrepentimiento es tardío, esa humiliación
es hipócrita.
—No ha comprendido su falta hasta que una carta
Anónima le advirtió que otra podía ser la culpable y no
Usted,
—Y dió más valor a un anónimo que a mis protestas
de inocencia, como lo dió a las miserables calumnias de
un hombre que, valiéndose por su amigo, me perseguía
con sus odiosas pretensiones. Y no dió crédito a mis pro-
testas cuando al romper conmigo me manifestaba con so-