9532 LOS ANGELES DEL ARROYO
berano desprecio que lo hacía porque me creía indigna
de su cariño...
—Es que en su ofuscación no leyó sus últimas cartas
de usted, que arrojó al fuego...
—¡Ah! ¿Y quiere usted convencerme de que me amaba?
¿No ve usted en eso su deseo de suplantarme por la he-
redera de esa fortuna con quien después se casó?
—No, Aurora, no. Esa desdichada joven fué víctima
de su pasión, justamente porque comprendió que Eduar-
do sólo a usted amaba, que sólo por cerciorarse de la
verdad de lo que ese miserable le escribía vino a España.
Cuando, después de creer comprobada la falta de usted,
regresó a Jamaica, esa infeliz estaba herida de muerte y
no tuvo tiempo más que para morir en sus brazos, apenas
marchitas las flores de azahar de la desposada. Eduardo
se casó con Eleonora, por caridad, no por amor. Su co-
razón fué siempre de usted y de usted es aún.
—El mío... no es suyo ya... Pertenece a otro,
—¡Ah! ¿Es posible, Aurora?
—Sí, doña Eulalia; en el momento en que tuve ese tris-
te encuentro en la sala, subía a manifestar a usted... -
—¿Qué, hija mía? No se detenga usted. Bien sabe que
hago mías todas las alegrías y satisfacciones de usted.
-—Pues bien, doña Eulalia: un corazón noble, un hom-
bre que ha sabido comprenderme y estimarme, a quien
en momentos de afectuosa expansión he revelado toda mi
vida y mis desgracias, me ofrece su fortuna y... su título.
—¿Estan¡.1ao?
—Sí, doña Eulalia. Tiempo hacía que entre nosotros
se habían establecido corrientes de simpatía, que