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304 LOS ANGELES DEL ARROYO
El guarda se ocultó detrás de la tapia sin poder ser
observada su presencia por ninguno de los dos jinetes.
Casi al mismo tiempo se encontraron en el camino
carretero.
Eduardo había pasado ya la desembocadura de la sen-
da cuando llegó Estanislao.
Absorto en su pensamiento, Eduardo apenas había
hecho alto en el otro jinete, que algo distante aún, dió es-
puelas a su caballo para alcanzar al de Eduardo, que ca-
minaba ligero al paso de caballo de alquiler.
Estanislao avanzó el suyo hasta ponerlo a nivel del de
Eduardo.
—Caballero... —dijo el primero—. ¿Tiene usted la bon-
dad de detenerse un momento?
Volvióse Eduardo sorprendido, deteniendo su cabal-
gadura.
—¿En qué puedo servirle? —contestó Eduardo mirando
con extrañeza al elegante joven.
—Tenemos algo que hablar y el sitio me parece el más
adecuado. j
—Ante todo, desearía saber con quién tengo el honor
de hablar.
—Soy Estanislao de la Cueva, hijo del conde del Salto.
—¡Ah! Muy señor mío. Ya tengo noticias de usted. Sé
que ejerce gratuitamente el magisterio en...
—No se trata ahora de eso, señor mío.
—Usted dirá... —dijo Eduardo sorprendido por el tono
un tanto agresivo con que fué interrumpido por Estanislao.