26 LOS ÁNGELES DEL ARROYO
Estaba el duque enamoradísimo de la gentil viuda, y
aunque su medio siglo se avenía mal con el cuarto de si-
glo de Dorotea, y sus achaques seniles con la robustez y
temperamento ardiente de la marquesa, habíase propuesto
hacerse dueño de aquel tesoro de belleza y «ejemplar vir-
tud» e incomparable elegancia, con esa tenacidad ciega
de los enamorados, especialmente de los viejus enamo-
rados.
El señor de Narvález se defendía de los estragos del
tiempo con la heroicidad de un Leonidas en el paso de
las Termópilas de la juventud a la vejez.
“Poseía, eso sí, una distinción aristocrática indiscuti-
ble, que en mucho contribuía a su rejuvenecimiento, au-
xiliado por su arte.
Era alto, esbelto, un poco inclinado por esa razón na-
tural que hace inclinarse a las personas altas y delgadas,
como se cimbrean las cañas y se inclinan los cocoteros,
Su frente, calva y reluciente como jaspe, estaba ro-
deada de un cerquillo de cabellos entrecanos, naturalmente
rizados, con su barba gris abierta en abanico y primorosa-
mente cortada y perfumada.
Sus facciones eran finas y regulares, - y su color sano
en apariencia, aunque debido a cierto mal del hígado, del
cual padecía frecuentes ataques.
Era lo que se llama un hermoso viejo, muy aceptable
como figura decorativa, pero bastante «fané» para una
mujer de veinticinco años como su pretendida.
Pero, sobre todo, adornábanle condiciones excepcio-
nales, cuales eran una fortuna de cien millones, un título -
de cuatro siglos de abolengo con grandeza de España y
varias cruces y... no pocos calvarios secretos que él se
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