Full text: Tomo primero (001)

394 LOS ANGELES DEL ARROYO 
Imitóle Colás, sin mudar el agua del palanganero, y 
cuando hubieron hecho su foilette matinal, y asegurádo- 
se que cada uno llevaba la mitad de su capital, cada vez 
más reducido, se echarón a la calle, ya llena de feriantes, 
que hacían sus últimas compras, como último día también 
que era aquel de feria. 
Colás y el Punta comprendían que si Eduardo llegaba 
de La Juncosa, la mejor manera de hacerse visibles era 
situarse a la entrada del pueblo. 
Como estaban en ayunas y sentían un hambre de 
dieciséis años, sentáronse a la puerta de un chozajo de 
buñolería y se hicieron servir un plato de buñuelos y dos 
copas de aguardiente. , 
Mientras consumían el condumio matutino, entretu- 
viéronse en trazar planes para el porvenir. 
—Oye, Colás —decía el Punta—. Si la marquesa fuera 
una persona decente, como son las personas decentes, y 
mos regalara, por haberla devuelto la niña, mil o dos mil 
reales, que bien podría darlos, ¿que haríamos con eso? 
—Mira; pues yo, ¿sabes lo que pienso? 
—¿Qué? 
—Que mientras y tanto que tú y yo seamos dos bu- 
rros que apenas si sabemos leer y garrapatear algunos 
renglones, y no sepamos ni hablar bien como los se- 
ñoritos, seremos siempre unos pamplís que no servi- 
remos pa na. Tú te irás otra vez al Rastro a servir de 
correor a «Desperdicios», y yo tendré que comprar
	        
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