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CAPITULO IV
Confesión obligada
“ICABABAN de dar las dos en el reloj del
Buen Suceso cuando llegaba Eduardo a la
puertecita estrecha y casi invisible del jardín
- del hotel de la marquesa de Ortruda.
Apenas dió un golpecito con el puño de marfil de su
bastón de estoque, abrióse la puertecilla, dándole paso.
—Venga usted, señorito Eduardo—le dijo Mariana—.
La señora me ha dicho que conduzca a usted al cenador...
Sólo siento que va usted a tener frío.
—Vengo bien abrigado, muchacha, y no temo acata-
rrarme.
—Es una tontería recibirle aquí tenic 1do habitaciones
abrigadas...
—En ellas se recibe otra clase de visitas que la mía,
Mariana. Ya sabes que entre tu señora y yo existe una
gran enemiga, y que esa clase de amistades entre nosotros
no puede existir.
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