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484 LOS ANGELES DEL ARROYO
—No hay señor Humberto que valga. Mañana ajusta-
remos cuentas y se acabó.
Ruperto sintió en el corazón aquel golpe, con mayor
fuerza que el del bofetón de Alcibiades, y exclamó, ir-
guiéndose y sacando fuerzas de altivez del fondo de su
humildad:
-—No, señor, que va a ser ahora mismo.
—¿Cómo ahorar
Sí, señor; ahora me planta usted el dinero en la
mano y me voy del teatro, de la posada y de Tarancón.
—Pero, hombre... espere a mañana.
—No, señor... no, señor: ahora mismo me voy. Ya no
me necesita para los juegos de mano y todas esas pan-
tomimas de prestidigitación y magnetismo. Vengan los
diez duros que me corresponden de lo que le ha dado a
usted el Alcalde, y ¡de verano!
— ¡Diez duros por una noche! ¡Que si quieres!
——No soy yo quien se va, sino usted que me echa y
rompe la contrata. Vengan los diez duros, O le denuncio
ante el Juez municipal como estafador del mesonero de la
Puebla de Beleña, y otras cosillas que yo sé.
Sin duda Humberto no tenía la conciencia muy tran-
quila y temió por su crédito en Tarancón, y resolvió dar
a Ruperto los diez duros. |
Echó mano a su cartera, donde guardaba la subven-
ción del Ayuntamiento, cobrada por anticipado aquel
mismo día, y entregó furioso a Ruperto sus diez duros,
en dos billetes de veinticinco pesetas.
—Va está usted despachado y puede largarse cuando
quiera. :