LOS ÁNGELES DEL ARROYO
A — e
—¿Cómo ciertas? ¿Se atreve usted a alirmar que A
erlatura que conducía Aurora...?
—No era suya, sino de usted.
— ¡Eduardo! ¿Quién le ha autorizado para abrigar se-
“mejante sospecha de mí?
—Vamos por partes, si usted quiere que se lo explique.
—Lo deseo.
— Hagamos historia, como dicen los novelistas.
— Hagamos todas las novelas que usted quiera.
— ¿Cree que esto es una novela?
—Así parece.
—En tal caso, será... una novela histórica.
—Tiene usted bastante talento para hacerlas muy inte-
resantes.
—Nunca las he escrito; pero si usted lo desea, con to-
dos sus detalles y personajes auténticos, haré un esfuerzo
y escribiré una sensacional que, publicada y repartida,
con láminas y retratos, divertiría mucho a nuestros ami-
gos y a España entera.
—¡Oh! Con hechos calumniosos se compone una no-
vela libelo.
—Yo la probaré a usted que no hay una sola calumnia
y que la novela no será un libelo,
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Dorotea estaba pálida como una difunta, aunque la
oscuridad ocultaba su palidez... Aún podía fingir sereni-
dad, que empezaba a traicionar lo trémulo de su voz.
—Prueba de lo que a usted he dicho —empezó diciendo
Eduardo—. Es cierto que su amiga Aurora iba a deposi-
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