304 LOS ÁNGELES DEL ARROYO
—Eso. ¡por de contao, Punta; pero entonces, ¿no vemos
2 la marquesa?
—GA da marquesa! ¿Y pa qué vamos a verla? ¿Pa de-
cirla... pues señora marquesa, sabe usted que no traemos
su hija, porque se la ha llevado un tal Ruperto Arias, que
el demonio confunda, y se ha quedao usted sin ella por
in sécula sin fin, como nosotros? ¡Pos vaya un alegro
que íbamos a dar a da probe señora. Eso a don Ed 4,
gue si él quiere la puede buscar mejor q:e nosotros.
—Bien; y cuando veamos ¡a don Eduardo... ¿qué?
-—¿Qué?
—S... ¿Tú qué piensas hacer?
—Pues... sabes que no lo sé... Si yo fuera más mayor
ya sabría yo lo que haría.
—¿Qué harías tú?
—Pos me metería a mozo de café, pero soy tan chi20
gue no sirvo para nada. ¿Y tú qué piensas hacer?
—¿Vo? Pos irme otra vez a las «Américas», y con Des-
perdicios y otros baratilleros buscarme la vida. Porque ya
yn MOZO COMO yo, no puede andar cogiendo colillas.
—¡Ahl!, no, ni yo tampoco. Lo que es colilero... eso sÍ
que no.
—Pues mira, ¿sabes lo que pienso?
—Db.
—Que hablemos con don Eduardo, y él, que sabe mu-
ehas cosas del mundo, mos dirá lo que cree que debe-
mos hacer.
—Pues «mira, Punta, pa luego es tarde. Vamos a ver a
don Eduardo. '
—Sí, vamos; yo no sé lo que saldrá de verle.