LOS ÁNGELES DEL ARROYO
—Pos dejarlo pa otro día el ver a don Eduardo.
— Que no digáis a nadie nada de lo que os he d:cho—
les advirtió el guarda.
—¡Qué habemos de decir! ¿Y a quién?
—Bueno, eso 0S encargo.
—¿Pero usted pa qué ha venío con don Estanislao?
— Hombre, no era cosa de dejarle venir solo a Madrid.
Yo he venido como criado suyo; por'si le hacía falta, y
vaya si le he hecho.
—¿Y le espera usted?
—Me ha dicho que no me vaya y le espere en el ca-
rruaje, y aquí estoy.
—Pos vámonos, Colás, antes de que baje y mos vea
aquí con el señor Ambrosio.
—SÍ, sí... irse y que no nos vea juntos.
—Gúieno, pos con Dios, señor Ambrosio.
—¿Y la chiquilla?
—No ha parecido.
—¿Estuvísteis en Tarancón?
—Sí; pero se la ha llevado de allí el que se quedó a su
cuidado, y ahora tenemos que andar buscándola por Mar
drid, por si se la ha traído aquí.
Los muchachos se separaron del carruaje, y ya era
tiempo, porque don Estanislao salía del hotel con un mi-
litar y nn joven vestido de negro.
Colás y el Punta les ceservaban desde lejos.
Don Estanislao se despidió de los dos amigos y entró
en el carruaje.