| ñ ¿
A
2...
LOS ANGELES DEL ARROYO
nunca consentido que me casase con un joven sin fortuna,
Sin nombre legítimo y que empezaba a estudiar su carrera.
Yo no protesté de su presencia, y hasta vi con agrado
y palpitante corazón, que Víctor hubiera sido el primero
en acudir en socorro mío como médico.
Tampoco él pronunció una sola frase por la que pu-
diera colegirse que nos conocíamos, ni mucho menos lo
que hubiese existido entre nosotros cuando más jóvenes.
Victor siguió detrás de mí y de mis criados, y ya en
mi gabinete me reconoció el brazo, que se me había par-
tido por la mitad.
Dió sus disposiciones para el entablillado, que practi-
có con tal inaestría, que parecía que sus manos no me to-
caban; después me recetó un calmante, y saludándome,
me dijo:
—Señora marquesa: ya puede su médico de cabecera
seguir su curación.
—¡Ah!—tuve la debilidad de decirle —. Gracias, amigo
mío; pero yo desearía que terminase usted lo que ha co-
menzado tan bien.
—Señora... yo no soy médico; soy un pobre diablo; un
estudiante, que no soy autorizado para encargarme de
una operación tan delicada.
—¿Es que no se atreve usted a acometerla?—le dije,
continuando en mi imprudencia.
—Atreverme... creo yo me atrevería a...
Y acercándose a mi oído terminó la frase:
—A dar toda mi sangre por una sola gota suya.
—No supe qué contestar, porque la emoción me em-
bargaba.
eN
RS