LOS ANGELES DEL ARROYO
como si hubiera estado en América o le hubiese tocado
«el gordo» de Navidad, su primer cuidado fué ir a ver a
su camarada Colás a casa de la marquesa
La sorpresa de Colás igualó a la re cibida por Enrique
en La Juncosa, con motivo de la visita de su amigo.
—Mira—le dijo —ahora te puedo acompañar a todas
partes, porque la marquesa se ha marchado con unas ami-
gas a París y no volverá hasta pasado el verano, porque
de allí irá a San Sebastián, donde va ahora la Corte, y ella
es dama noble o qué sé. yo... Tengo ropa de señorito,
como lo tuya, que me he mandado hacer de mis ahorros,
y como nada tengo que hacer fuera de
tudio...
—¿Pero tú estudias?
—¡Vayal
—¿Y qué?
—De todo lo que enseñan en la escuela nocturna.
—¿Y has adelantado mucho en estos cuatro meses?
— Bastante para no hablar mal y para escribir con letra
regular y buena ortografía,
—Y luego que sepas todo eso, ¿qué piensas hacer?
—Pues entraré en la escuela de Comercio, como me in-
dicó don Eduardo que debía hacer, y cuando sepa bien
contabilidad y partida doble, me iré a la Jamaica con
don Eduardo, que ya va camino de allí.
—¡Se ha ido!
—Sí, Enrique... Tú no sabes lo que quería a doña Au-
rora. Se marchó en cuanto leyó no sé en qué periódico,
que se había casado con don Estanislao. El me contó por
qué se había batido, y me decía: