LOS ANGELES DEL ARROYO 687
Y Clara, con ligero paso, se dirigió-a su carruaje, que
la esperaba al borde de la ancha acera.
Subió a él, arregló sobre sus rodillas una magnífica
piel de oso que lucía, a pesar de que empezaba. a hacer
«calor, y saludando con su: manita enguantada a sus dos
Antiguos compañeros de miseria, dijo al lacayo:
—Esteban, a la Castellana.