LOS ANGELES DEL ARROYO 697
y comer por necesidad o por vicio, y nunca con aquella
hambre con que le metíamos el diente a un cantero de
libreta, más duro que el peñón de Gibraltar, pero que nos
sabía a gloria. Todos los días trufas y pollos, y «toa gras»,
y vainilla por aquí, y ostras por allá, y queso helado, y...
Vaya... compara tú a lo que sabe un pedazo de queso he-
lado a la vainilla con un puñado de granizos de aquellos
que nos apedreaban las espaldas y la cabeza cuando había
tormenta. ¡Qué, hombre! ¡Dónde vas a parar a lo que sa-
bía aquello con lo que sabe esto!... Pues mira que cuando
yo me meto en la boca un rabanillo muy abierto, como
Una flor de lis, y me acuerdo de aquellos rabanazos que'
Comprábamos en la plaza de la Ccbada y nos comíamos
mojándolos en sal puesta en un papel de estraza, y ven-
gan bocados al pan y al rábano, y... ¡vaya, hombre!... que
si tengo ganas de irme a una posesión que tiene mi duque
€n Guadalajara, con huerta, es por comer rabanotes con
Sal y lechugas como las que ¿te acuerdas? le robábamos
a la verdulera de la calle de las Tabernillas, la del portal
de vuestra casa...
- —|Vaya si me acuerdo! Y nos peleábamos poco con
ella éste y yo cuando la robábamos cuatro lechugas para
ti y la «Pelucona»...
—¡Ah! ¿Sabes que la <Pelucona» está muy bien?
—Ya me han dicho que anda por ahí como tú...
—Mejor que yo, chico; porque, al menos, ella tiene el
Novio joven, pero yo... :
—¿Es viejo tu «aquél»? —preguntó Enrique empleando
el lenguaje de sus tiempos de golfo.
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