LOS ÁNGELES DEL ARROYO
Ruperto y Marieta llegaron a la «lonja de los cómi-
cos» sin preguntar por nadie, sin manifestar Ruperto, en
su actitud, los anhelos que sentía su corazón.
—Mi'a, Marieta—la dijo el cómico—siéntate en ese
escaloncito y no te muevas de ahí hasta que yo te recoja.
Y la sentó en el escalón del café Inglés, al lado de-
una de las farolas de la puerta, para que no la p.sasen los
que entraban y salían del establecimiento.
Ruperto, con el cuello de su gabán levantado, sobre el
que caían algunos mechones de su melena, abrochado de
ar iba abajo hasta la barba, y las manos en los bolsillos,
se acercó al grupo más numeroso de cómicos,
Casi en el centro peroraba un artista, vestido de ve-
rano, que por hacer honor a la estación llevaba levantado
el cuel o de la americana, color de estiérco: de vaca, que
no le llegaba al s orejas, con la abollada bimba tirada
atrás, los ojos redondos y saltones, la cara escuálida y
amarillenta, pero bien afeitada, con un rizo sobre la fren-
te que se bamboleaba ca 1a vez que movía la cabeza, ya
hunciéndola entre los hombros, como si fuese un unicor-
nio en actitud de embestir, ya alargando el cuello.
—Pues sí, señores; es una indirnidaz eso que ahora
hacen en los principa.es teatros de Madriz y de*pro-
vinza. Admiten jovenzuelos, casi con el cascarón pe-
gado, para galanes jóvenes, nada más que porque sa-
ben llevar el futraque y la gardenia en el ojal, y dejan
a un tado a los que nos han salido los dientes entre
bastidores, donde casi nos parió nuestra malre. Exem-
plo: miquis.
Yo trabajaba con Vico, y a lo mejor se presenta el