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66 LOS ÁNGELES DEL ARROYO
Anduvimos un largo trecho de la calle de Ferraz y
entré en el café que hay allí cerca.
Los golfillos iban pisándome los talones y entraron
detrás de mí.
Un camarero debió creer que me registraba la levita
por debajo de la capa, y gritó a Colás:
—Mira, granuja... A robar fuera.
Y vínose hacia ellos con el paño de limpiar levantado.
—¡Eh!... que vienen conmigo—le dije deteniéndole.
—¡Ah, con usted, caballero!
—Si, conmigo. Déjelos en paz.
—¿Lo ve usted cómo ha querido echarnos ese mo-'
rral?—me dijo Colás.
—Ha creído que ibas a robarme el pañuelo.
—¡Por vida de su madre! Como si Colás fuera un ratero.
—Si tú no lo eres lo serán otros de tu clase.
—Eso sí que los hay... ¿Pero yo? Primero me cortarían
las manos que tomar lo que no es mío. Pues si el otro
día, en la puerta del Buen Suceso, se le cayó, sin sentirlo,
a una señora un portamonedas que debía llevar algunos
«ojos de buey» dentro, y yo lo recogí y se lo entregué.
—¡Ah!—exclamó Dorotea—. A quien se perdió el por-
tamonedas fué a mí... Y es verdad que un desarrapado
me lo entregó.
—Y usted le dió una peseta.
Sí.
-—¡Buena propina, marquesa!
— ¡Qué! ¿Fué poco?
—A él le pareció un caudal, porque, según me dijo,
salió de allí más alegre que unas pascuas.