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LOS ÁNGELES DEL ARROYO
El posadero se rascó la cabeza, se revolvió dentro de
“su camisa como si sintiese que le pinchaban el cuerpo y
dijo a Ruperto:
—Mire usted... Aunque parezco muy bruto y muy
egoísta y desalmado con el que tiene dinero para pagar,
ni me faltan entrañas ni corazón, ¿sabe usted, amigo?
—Y bien...
—Nada; que yo no puedo permitir que se tire usted de
cabeza por el Viaducto.
—Pero, bueno... ¿qué quiere usted que yo haga?
—Pues, mire usted, yo... por esa chiquilla lo hago,
porque... vamos... uno tiene hijos, y yo sé que si les fal-
tara a los míos donde echar el cuerpo y el pan que llevar-
se a la boca, sería capaz hasta de robar: y darle una puña-
lada al lucero del alba si no me largaba los parnés.
—Pues vea usted:.. yo prefiero dármela o tirarme por el
Viaducto a hacer eso...
-—Camarada, primero es uno y después el mundo entero.
—No, y después el presidio o el palo y la concien-
«Cia Y...
—Todo es mejor que el empedrado de la calle de Se-
govia.
—Eso va en gustos.
—Sí... por eso... Pero no hay necesidad de acudir a
¿sos extremos.
—Entonces... usted dirá, porque si de Dios'no me vie-
ae el remedio... ;
—Yo puedo hacer algo por usted.
—¿Qué?
—Pues usted verá: lo que más le urge es saber dón-