802 LOS ANGELES DEL ARROYO
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fueran «macarroninis», como él los llamaba, porque al par
que interesaría mucho al público el ver un actor pidiendo
limosna, no sufriría el bochorno de verse postergado ante
compañeros que acaso valdrían menos que él.
Preocupado con estos disparatones, colocóse a corta
distancia de la taquilla donde se expendían las localidades
y entradas.
Empezaba entonces a llegar gente a la taquilla, pero
en escaso número.
Ruperto, con la mano extendida e inmóvil como un
cariátide que sostuviera aque:la pared, dejaba oir de vez
en cuando un sordo gruñido tan poco articulado, que ná"
die. hubiera podido comprender lo que entre dientes decía,
que no era ni más ni menos que la fórmula ordinaria de
pedir limosna: «Una limosnita, que Dios se lo pagará».
La retahila de: «Una limosnita por Dios para mí papá,
que es un actor sin contrata», estaba reservada a Mariela-
—Chiquita, ¿te acuerdas de lo que te dije en la posá-
da?—preguntó a la niña cuando estuvieron instalados eN
el puesto elegido.
—Si, sí me acuerdo, Rupeto: mira.
Y Marieta repitió la fórmula petitoria, que debía ses
siempre invariable.
—A ver... a ver... atrévete con ese caballero —díjola eN
voz baja.
Me da miedo...—contestó. Marieta: llegado el M0”
mento de poner en práctica la lección.
—Anda, tonta... ¡miedo! ¿De qué? ¿Te va a comer por
eso, chiquita? Anda, sí... Mira, allí viene otro caballero 4
quien puedes pedir...