884 LOS ÁNGELES DEL ARROYO
Pero sobrepúsose a aquel pensamiento lo que en éb *
era poderoso regulador de sus acciones: la conciencia»
—No. ..—murmuró—. Yo no debo torcer el sino de
esta criaturita. Conmigo no la esperan más que trabajos
y miseria. Yo puedo morirme el día menos pensado y'
quedarse ella sin amparo... Si la eminente trágica quiere
protegerla, yo no debo oponerme por egoísmo de ca:
riño. Pero si hay un resquicillo por donde pudiera ya
entrar en la compañía no me separaría de Marieta y...
María Stuardo iba a. marchar al patíbulo, y Carioli»
que dirigía la escena, gritó:
¡1 capitano, il capitano! ¿ Dónde está ese que ha
«fato» de capitano?
— ¡ Aqui, señor Carioli! —dijo un transpunte.
Y empujó a Ruperto hacia el escenario, donde le re-
cibió Carioli, que le asió una mano y le dijo:
“0 Oli aquí delante de la « regina», con la es-
pada desnuda... rompiendo la marcha y diciendo:
— ¡11 nomme de la Regina! :
—-1 nomme de la resina ! —gritó Ruperto levantando: ño
el puño en el aire como si blandiese el acero. |
—i¡Muy bien!... ¡En marcha! . —dijo Carioli.
Y el fúnebre cortejo atravesó la escena y salió po*
la puerta practicable en los bastidores de la izquierda: ,
La altiva y arrogante faz de María Stuardo cambió
repentinamente de expresión, y la trágica se echó a tel!
nuevamente, diciendo: