902 LOS ÁNGELES DEL ARROYO
atracción que entonces ejercía en el público Felipe Du-
cazcal, uno de los pocos empresarios que no sucumbie-
ron en aquel teatro de tan «mala sombra» para las em-
presas.
Los que ya conocían a la Santoliani y habían vis-
to varias veces «Los dos sargentos», habíanse retra-
sado bastante, y algunos palcos, plateas y butacas apa-
recían desocupados al comenzar la función.
En los actos sucesivos fuéronse llenando, y hacia
el acto tercero ya no cabía un alfiler en todo el teatro.
En una de las filas primeras ocupaban sus butacas
dos jóvenes, de veinte y diez y siete años, respectiva-
mente, elegantemente vestidos, aunque entre uno y otro
notábase cierto diferente aspecto; en el mayor, de jo-
ven distinguido ; en el otro, de aspecto algo vulgar, sin
tocar en ordinario.
Hubiérase creído al uno hijo de título; al otro, de
algún tendero enriquecido.
Y , sin embargo, el distinguido y el vulgar parecían
unidos por estrecha amistad, según la familiaridad con
que el último tenía echado el brazo por encima del cue-
llo del primero, y la cariñosa expresión de éste cuan-
do hablaba con su compañero.
Quitábanse uno a otro, sin previo permiso, los ge-
melos de la mano, para dirigirlos donde el compañero
los había tenido puestos antes.
Parecían conocer, al menos de vista y de nombre,
a muchos espectadores y espectadoras de los que ocu-
paban palcos y plateas.
—¿No decías que Clara estaba en París?