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LOS ANGELES DEL ARROYO
La platea hervía en conversaciones referentes a la
pequeña trágica, y allí se despachaban a su gusto los
críticos a la violeta, los «genios estúpidos» que preten-
den imponer su soberano criterio a otros más estúpidos
todavía, que no les vuelven la espalda, mandándoles
con el padre Padilla.
Pero todas las ociosas discusiones que suscitaba la
heroína, aún desconocida, y prejuzgada, concluían en
todos los corrillos por una frase parecida:
—En fin; pronto lo hemos de ver.
Y los corrillos se deshacían y se formaban, como
los montes de arena de una landa a impulsos del vien-
to que la mueve.
Aquella fiebre de curiosidad se traducía en las mu”
jeres por la movilidad nerviosa de sus abanicos y de los
«bouguets» que llevaban a sus labios; y algunas pre”
paraban sus nervios aspirando sus frascos de sales con:
tapa de oro y taponcito de cristal esmerilado.
Cuando sonaron los timbres, una corriente eléctrica 4
atravesó por el público.
Los hombres no se habían movido de las inmedia-
ciones de sus butacas, por no perder un detalle desde
el comienzo de la representación; y se precipitaron ha-
cia ellas como si temiesen que les usurpasen el puesto
que tan caro les costaba. 1
Los abanicos cesaron de moverse, para que el MS"
ras no distrajese la atención del público.
Las galerías enmudecieron, enmudeció la platea Y
enmudecieron los palcos, viéndose asomar, por encimá
de los bustos descotados de las damas que ocupaban lod 4