LOS ANGELES DEL ARROYO 913
pr rs,
Increpa luego con dulzura a su padre, que cree ha ol-
vidado a la pobre difunta, sobre cuya tumba ella acaba
de depositar flores deshojadas.
Cada frase de efecto es acogida con bravos marcados
en voz baja. Cada final de escena produce una tempestad
de aplausos.
*
Pero dejemos al público saborear aquel manjar, para
él hasta entonces desconocido, y fijémonos en aquellas
dos butacas ocupadas por Nicolás y Enrique.
¿Qué ha sucedido para que los dos estén tan pálidos
y trémulos?
Veamos.
Al oirse la voz de la niña que fuera preguntaba:
—«¿E il mío papa?»
Un estremecimiento intenso recorre el cuerpo de los
antiguos golfos,
Se miran, se comprenden, pero no dicen nada, temien-
do decir un disparate,
Pero cuando la niña entra gritando:
—«<¡Papa, mío carísimo papal», ambos saltan en su
Asiento, sus manos se encuentran y se estrechan.
Y exclama Nicolás:
—¡Es ella!...
Y contesta Enrique:
—Sí..., es ella...
¡Ella!... Ya no se atreven a llamarla Marieta. No es
Misma, al parecer, y es, sin embargo.
Tomo 1