LOS ÁNGELES DEL ARROYO
chado. Para ello necesitaba sorprender un movimiento de
usted que lo delatase, alzo que la sorprendiese, que exci-
ase sus sentimientos maternales, :
—No obró usted lealmente, Eduardo—contestó triste-
mente Dorotea—. Si sospechaba usted que esa niña era
mi hija, ¿por qué no me lo dij» usted, y...?
—¿Cómo había yo de atreverme a aventurar esa supo-
sición, sin tener una prueba incontestable, marquesa?
—¿No le había asegurado a usted Aurora que era ino-
cente, que era honrada? ¿Por qué en vez de marcharse a
América no me vió entonces?
—Entonces estaba yo ofuscado con la ¡dea de la infi-
delidad de Aurora. No qu'se volverla a ver, y como sólo
había venido a España para cerciorarme de la verdad de
lo que D:onisio me había dejado comprender en sus car-
tas y me ratificó al vernos en Madrid, y además había
dejado deberes muy sagrados por cumplir en Jamaica,
volvíme al!í, donde... al menos, sabía que cra amado
por una mujer a quien correspondí ingratamente,
porque ya me cra imposible amar a ctra que no fuera
Aurora.
—Pero ahora al vo!ver...
—Durante los cuatro años que he estado ausente, supe
por el mismo Dionisio, íntimo amigo de Victor, las rela-
tiones de éste con usted. Y aunque nada sabía Dionisio.
de las consecuencias que habían tenido, empecé a sospe-
char de ellas y casi formé el convencimiento de que lo
que había atribuido 4 Aurora podía atribuirse a usted. Es-
peré poder realizar mi fortuna en Jamaica, para estable-
cerme definitivamente en Madrid, y cuando viné aquí