LOS ANGELES DEL ARROYO
gando con su aro o sus mufiecas, como si acabase de sa-
lirse de un bateo.
Nada: esa niña no siente; ejecuta lecciones aprénidi-
das con una fidelidad pasmosa en la imitación, pero nada
más,
No es una estrella fija con luz propia, es un planeta
que reíracta la de algún sol, y ese sol es Emma. Si la fal-
tase la trágica grande, la trágica pequeña desaparecería.
—De modo que usted cree que el arte no es un porve-
nir para Marieta,
—Paréceme que no.
—¿Y que nada se la perjudicaría cortándole su carrera
ahora? :
—Eso no es una carrera, es una explotación de esa
gente que la ha amparado y que la hacen ganar con cre-
ces el pan que come.
—¿Y no habría un medio para poderla sacar del poder
de sus explotadores?
—Sí, únicamente su madre, esa señora cuyo nombre
reserva usted con plausible discreción, sería quien pudiera
reclamarla.
—«Y cómo podría probar sus derechos de maternidad?
—Con el testimonio de usted y de su amigo.
— ¡Oh! No creo que tan elevada dama exponga su repu-
tación, que tiene bien sentada, a la satisfacción problemá-
tica en ella, de tener a su hija. y
—Usted me ha referido que hace cuatro años estaba
dispuesta a recibirla y hasta mostraba en ello un gran
anhelo.
—¡Ah, señor Letamendi! En cuatro años, una mujer va-
ría cuatrocientas veces de deseos y de intenciones.