LOS ANGBLES DEL ARROYO
o
a.
—Ya está-—dijo el camisero, volviendo a entrar en el
mostrador.
Tomó un libro donde se consignaban los encargos
—¿Su gracia de usted, caballero?
—Don César Fonseca.
—¡Hombre! ¡Qué casualidad! Dos Fonsecas seguidos
—dijo el camisero.
—¿Dos Fonsecas?
—Sí... Hace una hora que encargó unas camisas de
color un joven, que es novio de una de nuestras costu-
reraS...
—p¿Y cómo es el nombre de ese joven?
—kicando Fonseca.
—Mi hijo...
—¡ Alb!
—¿Entonces, vive... ?
—Sagasta...
—Sí, hotel número...
—Sí, señor.
—El mismo.
—¿Y... dice usted que es novio?...
—De Virtudes. Una chiquilla que es un capullo de
rosa... No, lo que es su señor hijo tiene en verdad ar
cho gusto... !
—¿Y... qué clase de joven es ésa?
—Una niña casi, No hace un mes que la pusiero
largo. Creo que aún no tiene los quince.
—Una niña... pobre...
—Sf. Su madre es una planchadora y Virtudes hace Pé”
cheras. ; '
n de