1066 LOS ÁNGELES DEL ARROYO
puerta se sentó de golpe en la cama, aún con los ojos ce-
rrados y escondiendo sus dedos en su enmarañada cabe-
llera rubia.
— Hola! ¿Es usted, simpática Virginia? —dijo arreglán-
dose la cabeza.
—No, simpático Arturo; no es Virginia... Soy yo —CoM-
testó Elena.
—¡Ah! Quién!...
Y abriendo los ojos miró asombrado a la persona que
entraba, y exclamó al reconocerla:
—¡Elenal ¡Elenilla de mi alma!
Abrió los largos brazos Arturo, entre los que medio
desapareció el cuerpo de Elena, a la que colmó de besos
el hermano,
—Chica; pero ¿quién te ha dicho?...
—«¿Dónde vivías, mamarracho?
—Sí... ¡Ahl Será nuestro caro hermano César, que para
podenco no tiene precio.
—¿Por qué?
— Porque ha sido él quien descubrió mi madriguera.
—No; pues no ha sido él, Arturo —dijo Elena sentán-
dose de medio lado en el borde de la cama.
—¿No? Pues entonces ha sido el charlatán de Ricar-
dillo.
— Sí... El ha sido. Ayer estuvo en casa y me dijo dón-
de vivías.