LOS ANGELES DEL ARROYO
—«¿ Lo ve usted, señora Anatalia?
—Sí... Ya veo que ella está tan ilusionada como
usted, y no me extraña ; usted es su amor primero de
muchacha, y cree que fuera de usted no hay otro hom-
bre más que usted en el mundo.
—Como para mí no hay otra mujer.
—Está bien. Pues sigan queriéndose así; escríban-
se cartas diarias, todas las que quieran; peio aquí no,
aquí no... Eso acabó ya.
Entonces no extrañe usted que me acerque a ella
cuando la vea en la calle.
—Yendo conmigo me hará usted el favor de:no
acercarse nunca.
Entonces, no salga usted con ella, porque me
“Acercaré,
—¡Qué obstinación!
¡Ah! Y cuando yo pueda ganar para mante-
nerla
—-Dentro de ocho años...
— Antes, quizá mañana,
—¿ Con cañamones o con alpiste la mantendrá us-
ted?
.—Con.lo' que pueda.
—Bien. ¿Y qué?
—Que cuando yo gane para mantenérla .,
— Vendrá usted a pedírmela.
—No.
— ¡Cómo!
—Vendré a tomarla.
Tomo Il