120) * LOS ÁNGELES DEL ARROYO
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con tanta modestia entretenidas, que no se hayan hecho
notar nada.
Pero aunque fuese ésta la primera vez que faltase a
sus deberes de hombre casado, yo creo que bastaría, como
le bysta a un hombre para matar a otro una sola bofetada.
Hay, hija mía, en hombres y mujeres, ceguedades,
obsesiones...
—Pues si se ha cegado mi marido por esa mujer, que
otra le opere las cataratas; yo no seré quien se las bata.
Para mí ha concluido la fe que en él tenía.
Ya no puedo amarle; por fortuna nuestros hijos no
son pequeños que necesitan el cuidado y la unión de los
padres para consagrarse a ellos.
Yo voy a París, no tanto para cuidar de mi hijo, que
es casi un niño, como por huir de mi marido y no llegar,
si fuese preciso, al escándalo del divorcio, que todavía en
España no tiene la importancia y la trascendencia que eb
Inglaterra y Francia y es una mera fórmula inútil, porque
sin necesidad de tribunales eclesiásticos o civiles, se ses
paran aquí dos esposos y se entrega cada uno por su lado
aexcesos que no evita el divorcio, existiendo el casamien-
to indisoluble, que impide toda otra unión legítima y cor
rrecta y decente del marido o la mujer o de los dos, con
sus Nuevos amores,
— ¿Pero qué vas a hacer allí sola, Adela?
—La vida de viuda... de mal casada...; lo que no quie»
ro es hacer la vida indigna de la mujer resignada, que s0-
porta que su marido tenga públicas queridas.
Eso nunca, aunque le quisiese más que a las niñas de
mis ojos... que no le quiero.