la RA ESA
la ancha escalera y en
Arturo subió al otro tramo de
tró en una galería de arcos ojivales sostenidos por colun
nitas de mármol rojo,
En aquella galería, en la que se hubiera podido cons-
truir una casa moderna, había hasta veinte puertas nume-
tadas desde el núm. 1.
El 19, pues, era el penúltimo número de aquella serie
de celdas, que no otra cosa parecían aquellos numerosos
aposentos.
Arturo se detuvo ante aquella puerta, golpeó en ella
Con los nudillos y a poco se abrió recatadamente, apare-
Ciendo la escuálida figura de un hombre que empezaba a
Ser viejo, en calzoncillos y los pies descalzos de zapatos,
y con calcetines sucios y por cuyos agujeros asomaban los
dedos gordos de los pies.
do
—¿Quién es? —preguntó el hombre aquel con los ojos
Medio cerrados y la voz lenta del que acaba de dormir un
largo sueño.
—Señor Ruperto—contestó en castellano Arturo—,
¿no me conoce usted?
— Quién!
— Arturo Fonseca...
—¡Ah! ¡Señor Arturo! ¡Usted perdone! ¡Qué «negligé»