1288 LOS ÁNGELES DEL ARROYO
——Entonces, que pase...—dijo Clara.
Los grandes hoteles tienen la ventaja de que nadie
puede vivir a su gusto en el traje de casa.
Es preciso que las mujeres estén peinadas, acicala-
das y siempre dispuestas a recibir visitas, ya de gentes
del mismo hotel, con las que se hace conocimiento, ya
de personas de la población con quienes se está rela-
cionado.
Así, Clara y María se encontraban dispuestas a
cualquier hora a recibir una visita.
Como la visita era para las dos sin distinción, pet-
manecieron juntas en la sala esperando al visitante.
Cuando el camarero volvió a abrir la puerta, anun-
ció en voz alta:
—l signore Arturo Fonseca.
— ¡Arturo! —exclamó María, corriendo hacia la
puerta, en la que se presentó el joven.
Tendióle sus dos manos María, y él las estrechó,
besando una detrás de otra con pasión.
—i¡ Adios, Arturo! —dijo Clara, acercándose.
— Adios, duquesa... Ya ve usted que no puedo vi-
vir sin ella.
—Pero ...dime..., ¿cómo es eso? ¿Por qué has ve-
nido a Milán? Tal vez de paso..., has sabido por ca-
sualidad... que estaba yo aquí...