LOS ÁNGELES DEL ARROYO, 1479
la hora de su caída no voluntaria, sino traidoramente pre-
parada por María Tartaja, la «Pelambres», caída única de
su vida, que admira al propio cronista de su historia, por-
que parece inverosímil que pudiera residir la virtud y la
decencia, en una mujer salida es una tarde del arroyo ce»
nagoso de las calles.
Sus cabellos, que habían sido negros, fueron durante
una temporada rubios, y en otra rojos, y en otra dorados
con oxígeno, habían vuelto a su primitivo color; pero sur-
cados por algunas hebras blancas como de plata que cru-
zaban el negro natural de su abundante cabeliera, y que
ella no trataba de disimular, porque su carácter jovial y
franco servíale de argumento para rechazar con gracia a
los muchos semejantes al «Rey de las Orasas de Caballo»
que codiciaba el título de duque, aunque fuera consorte,
con la diferencia de que los <Principillos» españoles de la
Manteca y del Queso Manchego que trataba ahora, no
ámbicionaban el título, que sabían no prevalecería después
de su casamiento, sino los sendos millones que se sabía
había heredado del duque de la Sonora, a cuya memoria
había seguido siendo fiel Clara como la viuda de Mada-
gascar o de un Rajah indio, aunque sin llegar al sacrificio
del tostadero.
La intransigente nobleza madrileña que siempre había
desdeñado el trato de Clara, mientras acogía en sus salo-
nes a la querida de un célebre banquero, que era carabi-
nero, y había admitido también a la mujer y cuñada de un
célebre ministro moderado, que todo Madrid había cono-
cido de chalequera, y después de amantes ambas herma-
nas del personaje que, después de muerta una de ellas, se