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1488 LOS ANGELES DEL ARROYO
—SÍ, sí... ¡Nueve años de relaciones! —exclamó Artu-
ro—. Merece tu hermano la cruz de la Constancia.
—Eso no dice más—observó Clara—sino que los dos
se querían de veras. ¿Ve usted? En eso sí creo....
—¡Pues podía usted no creer, duquesal —repuso Alva-
ro—. Si no se creyese en el amor de un hombre que es-
tuvo diez años en relaciones amorosas con una mujer sin
pasar de un platonismo absoluto, ¿entonces en qué amor
se va a creer?
-—¿Y cómo quería usted, señor duque—replicó Clara—,
que desistiese ese muchacho de tales relaciones?
—No; lo que hubiera querido es que no las hubiese
empezado...
—Naturalmente —dijo doña Irene—. Si así hubiera sido,
hubiéranse evitado otras desgracias...
—No, mamá—dijo Arturo—. Tú a lo que te refieres es
a la desgracia de papá.
—SÍ...
—¿Y qué tuvo que ver las relaciones de Ricardo y Vir-
tudes con aquel desvarío de un infeliz padre, que acabó
con su razón y con su vida?
—Sí, en efecto, que nada tiene que ver una cosa con
otra; pero para nosotros, para la familia, es cosa que tiene
muy tristes recuerdos.
—Tampoco es esa familia responsable de lo que ocu-
rrió entonces. Yo no quiero volver a acordarme de ello,
porque me causa tanta vergúenza como si no se tratase
de mi padre, de un hombre, sino de mi madre.
¡Un hombre de la respetabilidad del conde de Valle-
Rojo, de su educación moral, de sus ideas rígidas y aus-