LOS ÁNGELES DEL ARROYO
—Bien, habla...
— Aquí no hay visitas mías y visitas tuyas. Son visitas
de la casa. En la casa hay dos señoras, que son igualmen-
te dueñas, amas, como quieran llamarse...
—Es que yo no quiero que nadie sea ama de mi casa
-—exclamó Camila.
—Pero yo lo soy de ésta —gritó doña Eulalia—, mien-
tras el cuerpo me haga sombra. Así que yo me muera,
entonces serás tú el ama.
—Yo no le he pedido a su hijo de usted que se casase
conmigo. Y si se ha casado, no hemos de estar los dos
como dos hijos de familia en casa de su... «mamá... —
dijo Camila con dura entonación.
—Mi hijo está siempre en su casa, en la casa de su
madre... s
—Pues entonces... señora... yo también estaré en mi
casa... ¡Digo!... porque la casa del marido de una, es de
una... ¡Eso es!
— ¡Pero a qué viene eso, señor! —exclamó Enrique—.,
¡Qué discusión tan tonta y tan ridícula!
—No, no es tonta ni ridícula, Enrique. Es que tu ma-
dre...
—Pero, mira, Camila. Tú eres la dueña de la casa, la
que manda, la que ordena; pero tanto tú como yo, debe-
mos respeto y consideración a mamá, tanto por su edad,
como por el carácter que tiene para nosotros, debemos
darle la preeminencia en todo. Es la madre.
—¡Es claro! Como es tu madre, la das la razón y me
la quitas a mí...