LOS ÁNGELES DEL ARROYO
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Esta no hacía más que mirar a los convidados de En-
rique, mientras «Tomatito» sacudía sobre una rebanada de
pan el tuétano de un hueso, a pique de romper un plato
en dos pedazos.
Doña Eulalia rehusó la invitación de su hijo.
—No; es temprano para mí-—dijo—. No podría hacer
pasar bocado...
Cuando llegaron a la ensalada, el criado presentó la
fuente de lechuga a Enrique, porque los criados saben ge-
neralmen'e distinguir, y Eugenio comprendía que aquellos
dos comensales eran de tan inferior calidad que no mere-
cía que se les sirviese primero, y gracias que les servía y
no les dejaba las fuentes delante para que lo hicieran a su
gusto.
«Tomatito» miraba a Enrique con los codos sobre la
mesa y cuscurreando una corteza.
Enrique se sirvió la sopa, un muslo de pollo asado y
la ensalada en abundancia, lo que le hizo exclamar a <To-
matito»:
-—Don Enrique (no le tuteaba), usted es como yo; le tira
a usted el verde...
—Aliñado—contestó Enrique—. ¿Y a usted?
-—Yo, hasta en la fruta. Un zoquete de pan y un cogo-
llo de lechuga; no hay para mí merienda mejor.
-— Vaya... —dijo doña Eulalia levantándose—, voy a ver
cómo sigue ésa... y me voy en seguida,
Me dijo la Rosita, que estuvo en casa a llevarme el
abrigo que me dejé aquí hace tres días, que Camila estaba
ya de parto, y por eso he venido a ver cómo se presenta
y me iré en seguida si no ofrece ningún peligro.