LOS ANGELES DEL ARROYO
El doctor saludó con una profunda reverencia a la du-
quesa, y, afirmándose sus gafas de oro en la nariz, se
quitó el grueso gabán, que arrojó sobre una butaca.
El doctor quedó vestido de levita, y pudo admirarse
su elegancia y su imponente aspecto de caballero buen
mozo, que hubiera podido jugar con Clara como con una
muñeca, pequeñilla y delgaducha como era.
—¿El enfermo...? —preguntó el doctor en francés,
— Aquí —dijo Clara, abriendo las cortidas del lecho,
El doctor se adelantó y observó al paciente,
— ¿Qué edad tiene? —preguntó el doctor a Clara.
—Setenta y dos años.
—¿Es usted su hija... su nieta...?
—Soy su esposa, caballero —contestó Clara con un dejo
de molestia, porque aunque inconscientemente, el doctor
había cometido una ligera indiscreción al suponer. que
Clara no podía ser más que hija o nieta del duque.
El doctor no pudo menos de expresar su admiración,
alargando los labios y abriendo mucho los ojos, y con
una inclinación de cabeza bastante elocuente,
El doctor tomó el pulso al enfermo y sostuvo entre
las manos un magnífico cronómetro, que marcaba segun-
dos en el movimiento isócrono de su larga manecilla dia:
metral,
Tan absoluto fué el silencio que se hizo en la alcoba,
que se oía el tic-tac del reloj a cada segundo que pasaba.
El doctor dejó el*pulso del enfermo y guardó el cro-
nómetro,