LO ANGELES DML. ARROYO 10.3
-—Soy su hija...—exclamó María, empleando una
de aquellas actitudes trágicas con que subyugara a públi-
cos más cultos que aquel criado.
Mordióse éste los labios sobrecogido con tan impre-
mista noticia.
María siguió adelante con Arturo, precedidos del
capataz, que les mostró el camino, sonriendo al ver la
derrota de Joaquín, cuyas aspiraciones había compren-
dido al verle evitar que el enfermo viese a nadie más
que al médico, y eso delante de él.
Letamendi se moría por la posta.
Entró Manieta, y al ver a su padre sentado en un
sillón, con una manta sobre las rodillas, pálido y desen-
cajado, y caída a un lado la hermosa cabeza del hombre
de talento, que iba a abandonar el mundo que tanto le
debía, se aproximó al sillón y se arrodilló delante de su
padre, besando sus manos heladas.
Letamendi la tomó la cabeza entre las manos y la
besó en la frente.
Luego levantó la vista y dijo con voz apenas percep-
tible, indicando a Arturo:
—¿Es tu marido?
—Sí, padre mío, mi marido Arturo Fonseca.
- Tendió una mano al vizconde, que la estrechó entre
las suyas, y atrayéndole le dijo:
—En la ... notaría... de D. Casiano Martinez... está
mi... testamento; presentáos a él. Ya sabe lo demás. .
El pequeño esfuerzo que hizo para hablar, fué sufi-
ciente para que se agotasen completamente sus fuerzas.
En aquel momento entró el doctor, un buen médico
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