LOS ÁNGELES DEL ARROYO
El tren marchaba con una velocidad de ochenta kill
metros por hora.
El cielo, que ya amenazaba tempestad, se cubrió com
pletamente de nubes de color de plomo.
Los relámpagos iluminaban a cada momento el hori-
zonte y el mar, a cuya orilla casi corría la vía férrea.
Hasta San Vicente mantúvose sin llover.
Pero pasada aquella estación, dijo Dios allá va agua,
y no fué llover, sino caer del cielo cántaros de agua sobre
la tierra.
El viajero seguía durmiendo.
La mente de Octavio habíase inculcado y desarrollado
y llegado por fin a la plenitud de la resolución la idea del
crimen.
Un hombre que llevaba tales alhajas, no podía menos
de llevar bien repleta la car'era.
Cuando más horrísonos eran los truenos y más copiosa
la lluvia, y Octavio estuvo seguro de que ni viajeros ni eni-
pleados asomarían las cabezas fuera de las ventanillas, des-
cubrió con mucho tiento el rostro del viajero, que estaba
profundamente dormido.
Había dado una media vuelta en el asiento, quedando
en posición supina.
Sin duda, procurando mayor amplitud a su estómago,
del que debía padecer, había desabrochado su chaleco y el
botón de la pretina del pantalón y tenía descubierto el pe-
cho, que ocultaba una fina camisa de seda floja.