1630 LOS ANGELES DEL ARROYO
que pronto llenaron los salones, Acudió todo lo más dis-
tinguido de la aristocracia antigua y moderna de París.
Clara hacía los honores con su habitual gracia picares-
ca de hija de Madrid, esa gracia de que participan hasta
las más encopetadas damas de la corte española.
El vizconde aparecía” condecorado con la gran crua
del Santo Sepulcro, tan legítima como su título y hasta
su nombre,
Lo que ignoraba todo el mundo, corno el mismo no-
vio, era que dos caballeros elegantísimos y también deco-
rados como Octavio, eran dos «apaches» amigos del ex-
presiciario, a quienes había tenido que dar dinero y con-
vidar a su boda porque eran compañeros de presidio que
le habían reconocido en París.
Lógico es suponer que Octavio no pensaba hacer,
después de casarse con Clara, la vida del perfecto casado
ni mucho menos,
Lo que pensaba era recoger los fondos depositados
en el Banco de París, en casa de Laffite y de Rothschild,
cuando Clara le entregase los resguardos de los depósi-
tos, como correspondía a un marido digno y amado como
lo era él,
Y una vez en su poder algunos millones, desaparece-
ría de París, yéndose a Norte América, refugio de todos
los pillos de Europa, especie de presidio suelto, donde
- podía estar seguro de no ser denunciado ni perseguido
como a cada momento temía serlo en Francia, con la que
existe tratado de extradición. Una casualidad. podía des-
cubrir el crimen cometido por él en el ferrocarril de Ta-
rragona a Barcelona,