LOS ANGELES DEL ARROYO 173
—Bien sabes la que es.
— ¿Qué?
—¡Cáspita, qué ganas tienes de hacerme hablar! — ex.
Clamó el gotoso dando con su bastón-muleta en el suelo,
Que gracias que estaba cubierto de tupida y gruesa alfom.-
_ bra, que si nó hubiera partido una de las losas de már-
Mol del pavimiento.
—Como que a eso he entrado, señor —dijo Pedro,
—¿Para qué? ¿Para hacerme habiar?
—Para que hablemos.
—¿De qué? ¿De ese polaco?
—De él, no... A mí no me importa nada él ni toda la
Polonio rusa,
—Entonces...
—De eila, de ella, de la señorila Muriavichtz, de su
Sobrina de usted, de la sobrina del conde de Tolosoíf
que no es ninguna muchachuela, ninguna chiquilla des-
Alrapada, que es la sobrina del...
—Bueno, hombre, bueno... No remaches más el clavo.
—Pues eso es preciso; remacharlo para que no se sal-
82 de la memoria del señor conde, su tío.
—Y bien. ¿Qué es lo que quieres decir con eso?
—Pues quiero decir, que yo he venido...
—De embajador plenipotenciario de mi sobrina...
—No, señor, No vengo por ella, sino por cuenta mía.
—¿Y qué es lo que quieres?
—¿No os lo imagináis, señor conde?
—De ningún modo.
—Pues yo... humilde, humildísimo criado de esta casa
hace treinta y ocho años; yo, Pedro Orlofi, natural de