3€0 LOS ANGELES DEL ARROYO
el ligero rodar de un carruaje por la calle lateral del
paseo.
— ¿Será él?
—Sí... se detiene.
—Sí, sí. Anatolio abre la cancela.
—Es él, él...
—¡Ah! ¡Arturo!
Por el paseo enarenado, entre dos filas de árboles Y
arbustos, entró al trote de sus dos caballos negros y rel"
cientes como un sombrero de copa de un novio, el pre
cioso «dog-car» amarillo y barnizado, con sus ruedas eN”
carnadas con radios negros, que guiaba Arturo como0 q
más elegante «sportman» del «Sportman-Club» de Paris.
Arturo, como si estuviese en los Campos Elíseos O en
Recoletos, su similar madrileño, se inclinó con gracá”
pasó la fusta a su mano izquierda y se quitó el sombrelo
con una distinción puramente aristocrática. q
Hizo luego describir al carruaje un perfecto semicirci”
lo, y detuvo los caballos. 4
Entregó las riendas al lacayo, y saltó del carruaje Y
entró corriendo en el hotel.
En lo alto de la escalera esperaban sus padres.
Pero Elena no pudo resistir, y como un amante deso”
lado, se precipitó por la escalera y cayó en los brazos de
Arturo.
Después se asió a su brazo y los dos subieron.
La madre lloraba de placer,
El padre temblaba de alegría.
—Mi vieja. ¡Mi viejo!... Al fin, al fin, ]
- Tales fueron las cariñosas palabras con que acompr |