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LOS ÁNGELES DEL ARROYO
chicos, y asistimos a las procesiones, y vamos todos los
días al real de la feria, y yo paseo mis potros y hago
tombién mis transacciones gitanas: y, en cuanto pasa todo
eso... al cortijo otra vez.
—¡A vegetar! A embrutecerse aquí...
Chico... Ya no podría vivir eternamente a lo Cenci-
nato, teniendo un caudal tan: hermoso que produce una
renta tan saneada de cerca de un millón y medio de rea-
les, con una mujer joven y guapa, tres títulos, por falta de
uno, y dos hijos que educar.
— ¡Si tú vieras la tranquilidad con que aquí se vive!
— ¿Sabes qué me parece, Alvaro?
—¿CQuér
—(QJue debes de ser muy celoso,
¿+ ¡Celoso yo!
=—¿El celoso? —exclamó sonriendo lrene—. Nunca lo
fué, don García.
—Pudisra ser... prima... Porque tú te mereces que pol
ti se sientan celos... ;
—Gracias, Fernando; pero a tu primo no se los he
inspi ado nunca.
—No habrás dado motivo...
—Eso eS... —dijo, Alvaro, asintiendo con la cabeza.
— Di que el que es celoso, se encela del aire; pero. an"
tes que celos, para eso es preciso sentir otra cosa...
—¿Qué, Irene?
— Amor.
—Pero... ¿cómo? ¿Tú crees que Alvaro no te ama?
—«¿Si lo creo? A pies justillos...