LOS ANGELES DEL ARROYO 41
El duque seguia murmurando frases ininteligibles,
— ¡Ah! ¿qué dice? —exclamó Marieta,
MN —Nada... es de la fiebre.
3 —¿Delira? —preguntó en voz baja a Clara.
—SÍ... —contestó ésta llenando una cuchara de plata de
¿un líquido refrigerante que había en una de las ootcilas
- que llevaran de la farmacia.
—Más... más... ¡otra! —dijo el duque.
Me! Clara le dió hasta tres cucharadas. :
: A cada una repetía con ansia:
—Más... otra... ¡otra!
EE
Cuando Clara acabó de administrarle aquel calmante .
de la sed devoradora que le producía la alta fiebre, tocó
la frente y las manos del enfermo, que abrasaban.
—¡Dios mío!, qué malo está! —dijo en voz baja a Ma-
rieta con la angustia pintada en su “semblante.
—Puede que remita la fiebre—contestó Marieta para
| —animarla; pero Clara bien veía que la enfermedad del du-
que habia entrado a mano armada,
—Parecía que me lo daba el corazón—la decía Clara
—cuando se empeñó en venir a San Petersburgo, no sé
a qué, para estar en una fonda sin las comodidades de
Nuestra casa de Madrid o de la de París.
—Mira—la decía—que no hemos permanecido más
E de cuatro o seis días en San Petersburgo la otra vez que
estuvimos aquí, en cuanto se iniciaron los primeros fríos
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