470 LOS ÁNGELES. DEL ARROYO
Fernando levantóse ileso y llegó corriendo.
— ¡Elena!
— ¡Tío!
— ¡Pero tu madre! ¿Qué es eso, Dios mío?
—Voy a avisar a papá.
—¿Dónde está tu padre?
—En la casiila del factor del apeadero,
— Bien; corre... Yo me quedo aquí... ¡Ves!
—Pero... ¿Estará muerta, tío?
—¡Qué muerta! Debe ser el susto el que la ha produ-
cido este desmayo. ¡Qué imprudencia andar de noche por
un camino de hierro!
Fernando había puesto una rodílla en tierra y sostenía
sobre la otra el busto de Irene, cuyo rostro miraba a la
clara luz de las estrellas para ver si tenía sangre.
En la frente aparecían. rasguño, del que manaban al-
gunas gotas de sangre,
Fernando sacó un pañuelo. y enjugó. con. él aquella
sangre.
Eiena había partida corriendo por la vía, y luego por
el paseo lateral,