550 LOS ÁNGELES DEL ARROYO
a
de Salcedo, sino que era una molestia y hasta un peligro
para la pobre parturienta.
Irene, con el semblante descompuesto, paseábas
tamente del brazo del doctor. '
Y apenas el dolor arrancábala un grito, ya tenía encl-
ma dos o tres solícitas, cada una ofreciéndola alguná
cosa, dándola a oler vinagrillo o saies inglesas, O soplal-
do una taza de tila, y... todas charlando al mismo tiempo,
lamentando el estado de la mártir de la amistad.
—¡Ay, hija míal ¡Ay, hija mía...! ¡Jozú y cómo sufre
esta pobresital ¡Válgame Dió y María Zantizima...!
—Señoras—decíalas Salcedo con toda la calma de que
puede disponer un médico cuando trata con señoras IM”
pertinentes—; déjenla ustedes, déjenla ustedes... Si no €
preciso esforzarse...
—¡Ay, Jozú, doctó, que no deja usted respirar a
—respondió alguna marquesa cliente anual del doctor vá!"
cedo en la misma enfermedad de Irene.
—Q¿Pero creen ustedes que por mucho ofrecerla y M0
lestarla vamos a acabar más pronto?
—¿Eso es decir que no hacemos falta a nuestra Q
Irene?
—Si, señoras... Sí, todas pueden ser útiles en UN
caso dado; pero ahora, créanlo, no le hace nadie faltás
sino yo.
—Bueno, bueno; pero toma, hija, ponte este €sCá
rio de San Ramón Nonnato, tocado en el sepulcro 0 di
Secundino, patrón de las parturientas y Uno de los má:
e len-
nadiel
perida
pula-
res de no sé dónde. Me lo ha dado la abadesa del conven"
to de dominicas para ti, y ahora estarán la
Ss hermani-